Cuando Ana conoció a Dante
Lo primero que vi al entrar a su casa fueron sus libros. Muchos libros. Tres bibliotecas repletas. Si los tiraba todos al piso, uno al lado del otro, duplicaba los metros cuadrados de ese departamento. Por supuesto quería analizarlos, sacar conclusiones, trazar un mapa de su mente como hago con los clientes de la librería cuando me aburro. Pero me contuve. Sabía que si agarraba un libro eso podía devenir en dos horas más de debate y yo tenía más ganas de pasar del plano intelectual a algo más terrenal, erótico, carnal. Ya habíamos estado hablando por más de tres horas sobre lecturas, autores favoritos, libros sobrevalorados y a qué edad nos habíamos fanatizado con Bukowski y a qué edad lo habíamos empezado a odiar. Él juraba que ambas cosas le habían pasado a los catorce. Me apegué a mi plan y evité cualquier contacto visual con esos lomos seductores. Me senté en el sillón y crucé las piernas. Mi pollera se subió un poco pero no la acomodé, me até el pelo en una cola alta y esperé que se abalanzara sobre mi cuello. No pasó. Raro.
Lo que me propuso, en cambio, fue un juego, lo más alejado de una situación sexual posible. Una prueba de sus obsesiones, me lo contó mientras se sacaba las zapatillas y tomaba Coca Zaro directo de la botella. Caí en una trampa vil y para nada seductora. Tenía que agarrar un libro, leer la primera página y él tenía que acertar de qué libro se trataba, lo más rápido posible. Lo miré cinco segundos esperando que fuese un chiste. No lo era. Yo, que me había contenido de analizarlo a través de sus estantes, terminé de pie eligiendo al azar entre cientos de libros y leyendo en voz alta. Él se sentó expectante y alegre, como un nene estudioso. Acertó siempre. Al principio me pareció un gil. Pero después me entretuve viendo su cara sonriente de nene nerd. Me daba cierta ternura también. No me impresionó su conocimiento, pero me gustaba que quisiera mi aprobación.
Seguimos hasta que me cansé de leer. Podía estar hablando horas, incluso gritando sin dañarme la voz, pero leer en voz alta me dejaba las cuerdas tensas y rasposas. Había algo en mi inflexión de narradora que me lastimaba. Lo escribí en las notas del celular. Además había estado fumando toda la noche. Cuando él se prendía un cigarrillo, yo me prendía otro y viceversa. O le agarraba el pucho que tenía en sus manos y él me lo sacaba de la boca. Así hasta que se hicieron las cuatro de la mañana. Increíble que todavía no estuviera desnuda en su cama.
Me senté al lado suyo y él me esquivó la mirada. Le resultaba más interesante mirar un punto fijo en la pared que mi boca, o girar el apoyavasos en forma de disco de pasta miniatura, en lugar de usar esas manos para tocarme. Ya no tenía ganas de ser yo quien tomara la iniciativa ni de forzar nada, así que pedí un Uber y me fui. Me fui confundida y con bronca. Pensé en mandarle un mensaje a mi amiga que vive en España, allá ya eran las nueve de la mañana, pero a las cinco cuadras me llegó un mensaje suyo. “Me encantó conocerte”. Qué tipo raro. Lo más extraño es que eso no me desalentó. Ahora era yo la que había encontrado una obsesión, un desafío, y el juego recién había comenzado. No dejaba de pensar en él, como si lo no sucedido y lo no dicho fuese más poderoso que terminar en su cama. Y no quiero sonar a lacaniana barata pero no podía sacarme de la cabeza esa etimología manoseada que dice que adicción significa literalmente lo no dicho, una ausencia que se vuelve presencia total. No es casualidad que esta nueva obsesión apareciera justo en mi intento número quince de dejar la merca. Reemplacé una sustancia por otra, la cocaína por él.
Los días posteriores no supe nada de él. Hice lo que hace cualquier minita millennial, revisar obsesivamente sus redes. No estaba activo en ninguna. Ni un like, ni una historia, ni un comentario. Silencio absoluto. Por suerte siempre tenía a disposición su Substack, contenido en el que más me gustaba bucear. Ahora todo era distinto. Al fin le pude poner un rostro a esos textos donde se muestra vulnerable y desagradable, irónico y egoísta, casi íntimo, como un exhibicionista y yo su voyeur. ¿Cómo hacía para mostrarse tan idiota y repulsivo y, aun así, resultar encantador? Y ahora que lo había conocido y comprobé que era realmente excéntrico como parecía, quería más. Pero no aparecía y ya no tenía nada nuevo para leer. Y si no lo alimentás, el gremlin se muere. No vean a los monstruos, dice ese capítulo de Los Simpson. Yo también empezaba a dejar de mirarlo. Mi obsesión ya empezaba a mermar. Sentía que estaba a punto de saltar a viejos hábitos, porque no soporto la apatía. Hasta que llegó un mail.
Una nueva entrada. Delicioso. Más falopa virtual, servida de golpe. Inesperada e irresistible. Nueva información para diseccionar hasta el hartazgo. Me prendí un pucho y abrí la última birra que quedaba en la heladera. Era mi Navidad, la Navidad de las obsesivas. En un rincón ridículo de mi mente quise que hablara de mí, que apareciera escondida en alguna palabra que solo yo entendiera. Últimamente me dan vergüenza mis propios pensamientos pero la ilusión no duró nada porque el título de su último post llevaba el nombre de una mujer. Sentí un rush de adrenalina, como quien ve algo que no debe. Abrí el mail, pero no encontré una declaración de amor ni un poema. Era algo peor. O mejor. Era una súplica despiadada en la que le pedía a ella ser devorado. Estaba extasiada. No entendía cómo la misma persona que escribía eso podía después sonreír torpemente mientras jugaba como un nene a adivinar libros. Me congeló la sangre avanzar línea por línea mientras leía una descripción precisa del anhelo de su propio descuartizamiento. No sé si fue miedo o excitación. Tal vez es todo lo mismo cuando están tan cerca. Despertó algo aún más prohibido. Sentí envidia de aquella a la que él le rogaba que no vuelva nunca más, a la que reducía a un ser estúpido incapaz de defenderse ante sus ganas de destruirla y de ser destruido. Sentí miedo, placer y celos, sublimados en un único nombre. Cada palabra se sentía como un anzuelo y el punto final me arrastró al abismo.
Ese nuevo lado oscuro tiñó todo con un nuevo filtro peligroso: sus textos, sus libros, nuestro encuentro. Escribí muchísimo mientras él seguía desaparecido. Mis textos dialogaban con los suyos. Incluso me gustó que no apareciera. Ahora lo necesitaba así, enigma, musa misteriosa. Las palabras bajaban como un torrente, presión constante y caudalosa. Palabra por palabra lo fui sacando de mi sistema. Ya habían pasado varios días y no sabía nada de él. Lo peor de la abstinencia ya había pasado. La posibilidad de no volverlo a ver ya no me pesaba. Todas mis adicciones estaban bajo control. Pero los adictos lo sabemos. No hay cura, solo espera. Es como estar bañada en combustible con un fósforo prendido en la mano.
Y la chispa llegó. Porque siempre llega.
Una noche cualquiera, en la escalera de un bar nos cruzamos. Él bajaba, yo subía a la terraza para encontrarme con alguien. Me asusté porque justo estaba pensando en él, hacía días que no lo hacía. Y ahí estaba. De golpe. Materializado frente a mí como si se hubiese escapado de mi mente. Lo vi notablemente borracho y alegre. Hablamos brevemente mientras sonreía y se agarraba de la baranda.
—Hola.
—Hola.
—Qué hacés acá
—Vine a ver a una amiga
—Yo voy a un cumpleaños
—Ah, bien
—Bueno, nos vemos
Dijimos chau como si nada. Y en ese instante, sin suspenso ni tensión, me besó como si me conociera desde siempre y ese fuera el beso número cien. No tuve tiempo de ponerme nerviosa ni de anticiparme. Sentí el gusto del alcohol y el tabaco en su lengua, sus manos agarrándome la cintura. Cuando entendí lo que pasaba ya estaba arrinconada contra la pared y su cuerpo. Me besó como quien toma lo que es suyo y lo deja para después, con la impunidad de quien abre un paquete de papas fritas en un hipermercado y se lo guarda sin pagar. Y se fue. Bajó las escaleras, salió del bar y paró un taxi que clavó los frenos al verlo. Yo me quedé quieta mirándolo irse. Él parecía dueño de todo. Y yo sentí que también le pertenecía, como le pertenecía ese taxi, este bar y esta ciudad.

Me vuelvo loca que sea un drama de Substack y ya me arme absolutamente toda la película. Increíble texto realmente o sea y espero algún día leer así jajaja
Ahhh me mataste. Muerta estoy. Veré como hago para resucitar en otro momento. Gracias por darme tu voz. Me alegró y me dio miedo saber que todo es real, potenciado por un poder que se lo adjudicaré a la telepatía porque no creo haber escrito lo suficiente como para ser reconstruida así. Al final nada está en la imaginación. Excepto yo, que vivo en vos.